26 de agosto de 2006

A los dieciocho años el profesor de Cultura Alemana nos dio la Todesfuge. La leí. Mil veces. En voz alta, en voz baja, sin voz. Marcaba el ritmo de cada sílaba haciéndola parecer la más importante del mundo.
Con veintiún años escucuché a Celan leerla. Para entonces yo ya sabía español, inglés, francés, alemán y ruso. Seguí estudiando idiomas. Toda la vida. Con veinticinco años hablaba griego y portugués. Escribía. Publiqué tres libros de poesía y dos novelas. Y seguí estudiando y estudiando. Aprendí hebreo también. Cuando dominaba todos estos idiomas y era un escritor reconocido me compré un billete de avión a París.
Di vueltas por la ciudad hasta que encontré el cementerio en el que está enterrado Celan. Busqué la tumba como un loco toda la mañana.
Al final la encontré. Estuve un rato delante, mirando la tumba, perdida entre el resto de las tumbas del cementerio.
Después de pensármelo dije:
- Te jodes, Celan, ya soy como tú.
Me quedé dos días más en París, dando vueltas por el Sena.
Tomé el avión de vuelta a Berlín. Cuando llegué a casa, me senté en el suelo y me puse a llorar como un niño.
Me levanté y tiré todas mis copias de la Todesfuge por la ventana.